Francisca germina de sus heridas abiertas
- Rever Multimedio
- 24 jun
- 3 Min. de lectura
Por Catalejo Martí

Conocí a Francisca Rojas en un parque, el día más frío de la primavera. Se acercó con una curiosidad suave. Yo representaba a Rever en un evento de networking. Ella llegó a mi mesa con la sonrisa tímida de quien se sabe portadora de algo importante. Me habló, entre risas que tropezaban consigo mismas, de su nuevo documental, dirigido a totalidad por ella. Le prometí que iría al estreno. Intercambiamos Instagrams como quien intercambia señales de humo en una ciudad que todo lo acelera.
Días después llegué a Paradise, un cine con aires retro que resiste entre las avenidas de Toronto. En el lobby, un bar diminuto ofrecía cervezas carísimas —pedí una IPA de Quebec, por puro impulso— y saludé a Francisca con la torpeza que me brota cuando me siento ante algo inmenso. Entré a la sala. Me senté. Me entregué.
Francisca lloraba las lágrimas de su abuelo, incluso después de muerto. ¿Cómo se llora un dolor que no es propio y aún así quema como si lo fuera? Ese tipo de llanto que se cuela por las rendijas de la sangre, que no nace de uno sino de lo que a uno lo forma. Son lágrimas viejas, viscosas, herencia impuesta. Dolor que muta, que busca salidas, que al no encontrarlas se hace crónica, se hace filme. Eso es el documental Heridas Abiertas de Francisca Rojas.
No es solo una pieza audiovisual: es una excavación. Francisca cava con ternura la historia de su familia hasta llegar al hueso político de la represión chilena que empezó un 11 de septiembre, misma fecha, como si fuera una burla cósmica, que el cumpleaños de Francisca. Aquella represión parecía tan lejana, tan ajena, pero estaba ahí, compartiendo su cumpleaños, latiendo como un tic nervioso en su pueril alma. La represión política como raíz del dolor íntimo, personalmente recóndito ¿Cómo explicar eso? Francisca no lo explica: lo siente, lo muestra, lo hace pasar por la pantalla como un rezo a rodillas rotas.

Después del estreno acordamos una entrevista. Quedamos de vernos afuera de una estación de tren. Caminamos hasta un parque del centro y allí, tuvimos una plática que se fue dando muy orgánica como maíz silvestre. Me habló de su gusto por el crochet. De cómo cada puntada era una emoción en camino a ser desglosada. Me dijo que así mismo construyó el documental: hilando sensaciones, tejiendo testimonios como quien teje para sí mismo su primer abrigo.
Usó herramientas de la investigación afectiva —fotoelicitación, memorias familiares, cámara íntima— y sumó a su equipo a gente cercana: familia y amigos, porque no quería que la cámara fuera un muro, sino una extensión de los vínculos. Francisca tejía para decir la verdad. Para bordar con hilos sensibles una crítica feroz: que uno de los mecanismos más eficaces de la opresión es arrancarnos lo emocional, alejarnos del sentir, para volvernos piezas, engranajes, acero. Para que dejemos de ser semillas y nos volvamos tuercas, inoxidables, obedientes, eficaces. Pero Francisca se negó. Su documental es una insurrección, una rebelión tejida con manos vulnerables.
Viajó con un equipo sencillo, el equipo que quedaba disponible en la universidad en donde está sacando su maestría. Compartimos esa visión: no se necesita un arsenal tecnológico para hacer arte. Solo ojos dispuestos a rever adentro. Solo el honesto ímpetu de quien quiere entender su propia herida. Solo el deseo de liberarse, con dulzura, del nudo impuesto. Eso fue lo que necesitó Francisca para mostrarnos sus heridas abiertas.
Termino esta crónica el día que aparenta ser el más cálido de verano, con la certeza ardiente de que la libertad cuesta. Que a veces se paga con lágrimas heredadas. Que a veces se conquista solo al mirarse con ternura. Gracias a Francisca Rojas —documentalista, neurodivergente y admirable semilla— por ofrecerme una ventana al dolor y a su luminosa rebelión. Y por fortuna, también, por permitirme verla germinar.








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